sábado, 19 de diciembre de 2009

Náufraga en San Borondón (ficción)

La noche estaba resultando terrible, una gran tormenta cogió de improviso a la tripulación del San Francisco, un barco que además de mercancías, de vez en cuando llevaba pasajeros, como en ésta ocasión, en la que transportaba a dos matrimonios, de la alta sociedad, ya en decadencia en aquella época y que se veían relegados a viajar en barcos de segunda clase, como lo era aquel. También se encontraba a bordo Lady Crofton, una anciana severa y demasiado cuidadosa con su fortuna como para malgastarla en barcos de lujo. La acompañaba Angie, sin apellido, una joven huérfana que un día había encontrado a la puerta de su casa pidiendo de comer. Lady Crofton, habiendo perdido una nieta por aquella época, se compadeció de la pobre niña, recogiéndola en su casa, le ofreció una educación, pero siempre quedó relegada a ser su asistente personal y dama de compañía, como en esta ocasión.

El barco fue sacudido severamente durante dos largas horas, hasta que la vieja estructura cedió y tras un brutal vaivén causado por las enormes olas comenzó a entrar agua, los marineros intentaban achicarla a destajo, pero poco se podía hacer con aquella terrible tormenta que los azotaba sin tregua. Sabían que su fin estaba cerca si no sucedía un milagro.

Otro duro golpe de mar hizo la brecha más grande, comenzando entonces a brotar el agua de forma más violenta, ahogando en varios minutos a los marineros que allí abajo se encontraban.

El capitán, asustado ante tal situación, sólo acertó a encomendarse al altísimo. Era imposible utilizar los botes salvavidas, la tormenta no les daría estabilidad alguna, siendo aún, si cabía, más tremendo el sufrimiento del ahogo.

Lady Crofton, acompañada de su inseparable dama de compañía, la joven Angie, subió a cubierta tambaleándose y exigió al capitán una explicación del porque en su camarote había agua. El capitán, resignado, sólo acertó a contestar: Nos hundimos.

De nuevo, una gran ola azotó el barco propinando una gran sacudida que hizo caer a todos al suelo, con tan mala suerte, que Lady Crofton dio con su cabeza en el ancla, falleciendo en el acto entre un gran charco de sangre y agua. La fiel Angie corrió hasta su benefactora, intentando reanimarla entre lágrimas. El capitán, asiéndola por la cintura, la retiró y le dijo:

-Nada se puede hacer por ella. El barco de hunde (…) llegado el momento, agárrese donde pueda e intente salvarse, si puede, y que Dios nos asista.

La joven corría desesperada de un lado a otro del barco, buscando algo sin saber el qué. Vio el agua comenzando a subir por las escaleras de cubierta y en un momento de lucidez pensó que quizás tirándose al agua y alejándose del barco tendría más posibilidades de sobrevivir, y así lo hizo. Fue muy complicado nadar lejos del lugar con las gigantescas olas y el incómodo vestido, así que decidió desprenderse de su falsa. No era muy correcto quedarse en enaguas, pero la situación no estaba como para andar con miramientos.

Observó horrorizada y azotada violentamente por las olas desde la lejanía como el barco se hundía, con todos sus tripulantes arrastrados con él. Los gritos de aquellas personas viéndose atrapados en una irremediable muerte quedarían grabados para siempre en su mente.

Cansada de luchar contra ella, se dejó arrastrar por la corriente y horas mas tarde, entre delirios vio una isla cada vez más cerca. Una isla rodeada de nubes o niebla, aunque no estaba ella para distinguir en ese momento cual de las dos cosas era. Cuando la corriente la empujó hacia lo que parecía una playa de fina arena, apurando sus ultimas fuerzas se arrastró unos metros hacia el interior de playa, y exhausta, quedó en un profundo sueño.

La despertaron sus tripas al día siguiente o quizás al otro, no sabía cuánto había dormido, pero a juzgar por su estómago, mucho tiempo. Le dolían todos los huesos.

Calibró su situación, observó a su alrededor y decidió acercarse más al interior de la isla. Un poco más allá encontró una extraña fruta amarilla, nunca había visto tan exótica fruta ¿quizás la corriente la había arrastrado tan lejos? ¿Dónde estaba? A pesar de todo, probó la extraña fruta, era muy dulce y jugosa. Recogió varias más y volvió de nuevo a la playa. Ciertamente aquel era un extraño lugar.

Siguió comiendo, aquella era una extraña isla. Nunca había visto árboles como aquellos y sus frutos eran realmente desconocidos para ella.

Al principio pensó que alguien aparecería por allí en algún momento, algún día. Si no recordaba mal, la zona por la que viajaban ya estaba poblada. O quizás alguien que habitase allí vendría a la playa a pescar.

Pero ya habían pasado dos meses y nada. Ningún barco a la vista, ningún nativo, nada. Para colmo estaba comenzando a pensar que sufría alucinaciones; la isla habitualmente permanecía rodeada de unas extrañas nubes, como una bruma baja, pero cuando despejaba, podía ver claramente en el horizonte otra isla, no muy lejos. En ocasiones pensó en intentar alcanzarla a nado, pero lo desechó pensando que podría estar más lejos de lo que parecía. Pero luego, con tiempo, comprobó que la isla que divisaba no era siempre la misma, variaba como de ángulo…pero ¿porqué? Ella no se movía de aquella playa cuando la contemplaba. Pensó que quizás las frutas eran alucinógenas o quizás era ella la que estaba enloqueciendo día tras día en aquel lugar.

Poco a poco perdió su temor y decidió explorar la isla. Empresa que le llevó varias jornadas. Nada, no había nadie ni nada. Pero por lo menos había encontrado nuevas frutas. Sabía que eran comestibles puesto que las exóticas aves que allí se encontraban habían picoteado algunas. Volvían a ser deliciosas, aunque con un bouquet distinto a las que ya conocía.

Pasaron otros seis largos meses, ya hacía un año desde el terrible naufragio. Su estancia había sido más o menos cómoda, encontraba siempre qué comer, aunque deseaba volver a probar la carne o el pescado, puesto que su nueva dieta era totalmente vegetariana. En los días posteriores al naufragio la corriente había arrastrado varios enseres hacia allí de su barco. Entre ellos se encontraba un baúl repleto de suntuosos vestidos, quizás pertenecientes a alguna de aquellas pomposas damas que viajaban con ella. Si alguien se había salvado, desde luego no había ido a parar a aquella extraña isla.

Un buen día, mientras almorzaba, divisó una pequeña embarcación. Algo rústica, con varios hombres a bordo. Podrían ser piratas, por lo tanto, se adentró en la isla escondiéndose entre la maleza, sin perder de vista la embarcación. El que parecía el cabecilla tomó tierra y besó el suelo, hincándose de rodillas para rezar, o eso parecía. Sus compañeros, siete hombres más, después de llevar la barcaza fuera del agua hicieron lo propio y se unieron a él. Se fijó más y pudo observar que eran frailes, sus ropas al menos eran clericales, o eso parecía.

Salió de su escondite y se dirigió a ellos:

-Hermano, por favor, mi barco naufragó hace un año, desde entonces me encuentro aquí atrapada – dijo arrodillándose ante él.
-Hija, ¿es cierto lo que me cuentas? – respondió el fraile asombrado, posando una de sus manos en la cabeza de la joven.
-Si padre, así es. Por favor, ayúdeme.
-Bien, hija, te ayudaremos, pero levántate ¿cuál es tu nombre?
-Soy Angie, padre, de Londres. Dama de compañía de Lady Crofton (…) ella pereció aquella trágica noche.
-Rogaremos por su alma. Soy Brendán de Cluainfort y estos siete hermanos que me acompañan son compañeros de orden.
-Gracias Padre.

Durante la suculenta cena preparada por uno de los frailes, Angie les relató lo ocurrido. Brendán se compadecía de la pobre muchacha y ninguno de ellos alcanzaba a comprender cómo había podido sobrevivir cola en aquella isla durante un largo año. Realmente aquella joven era muy valiente. El padre Brendán le explicó que realizaba el viaje con sus compañeros en busca de una isla maravillosa de la cual le había hablado un primo suyo. De momento pretendía permanecer allí. Ella lo comprendió, no podía pretender romper los planes de viaje de aquellos frailes.

Permanecieron en la isla siete largos años, Angie, agradecida al fin y al cabo, a pesar de todo, porque al menos había tenido con quién hablar. Además, el padre Brendán compartió sus enseñanzas con ella y se hizo más devota a la fe cristiana.

Llegada la hora de partir diéronse cuenta que ella no podría acompañarles, pues en la pequeña embarcación de la que disponían no habría lugar para ella. Pero Brendán le prometió que darían aviso y alguien la rescataría en su nombre no tardando mucho tiempo.

Ella, resignada, aceptó de buen grado. Siendo aquellos frailes los primeros, o eso suponían, que habían sido visitantes de aquella isla, decidieron bautizarla con el nombre de San Brandán, que a lo largo de los tiempos se terminó convirtiendo en San Borondón.

Pero… ¿pudo alguien encontrar “la isla fantasma” y rescatar a la joven Angie? ¿O terminó sus días en ella?

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